Una vez puesto el pie en la estación de tren de S-J-P-P y si he de ser
sincera, a toda velocidad, no tardé apenas más que unos minutos en alcanzar el
número 39 de la Rue de la Citadelle, la <<Maison Laborde>>,
donde se sella la credencial, en la oficina de recepción del peregrino de la
Asociación de Amigos del Camino del Pirineo Atlántico; la misma de la que había
ido en busca, y que ya había sido sellada, algún año antes, cuando emprendí la ascensión una primavera, a través de la ruta de Napoleón y los collados de
Bentartea y Lepoeder...
Y como sorprendidos, por la prontitud de la presencia del
primer peregrino de esa hora... todavía, todos los reunidos en torno al mantel
y a la mesa, algunas mujeres entre las que creí reconocer a Jeanine
Curutchet y, tal vez, algún hombre más, no habiendo finalizado el postre...
Antonio, que habla español, se levantó diligente para atenderme y me hizo lo
primero despojarme de la mochila para a continuación mostrarles la credencial a
los otros: <<Esta es de los nuestros>> -dijo... Pero pareciendo
dudar, al segundo siguiente, de que la credencial, ya con los suficientes sellos
sobre ella, me perteneciera siquiera.
- <<¿Necesitas el carnet de identidad?>> -le pregunté.
- <<¿Para qué? -me respondíó. Si es lo mismo>>. Y se
dispuso, muy consciente de su labor, a darme las indicaciones precisas para la
etapa del día siguiente, que sólo podría haber sido la que alcanza la cima del
Puerto de Ibañeta, atravesando primero Arnéguy y luego Valcarlos, ya en Navarra.
Y también un folio con los perfiles de las restantes, y los albergues
disponibles, y un croquis de la localidad, indicándome muy claramente que poder
se podía comer en muchos sitios pero en ningún sitio mejor que en el que él me
señalaba. Para ese momento los japoneses ya habían llegado hasta esa pequeña
habitación, a la que se accede dando la vuelta a la casa, por el patio. Y yo
iba a ser testigo, punto por punto, que lo que le había sucedido a mi
compatriota en el relato de H. Gallimard era exactamente lo mismo que me estaba
sucediendo a mí y que continuaría sucediéndome, por hacer caso de la
recomendación del propio Antonio. Ya que lo más desagradable estaba por
venir.
Aceptando la invitación de dejar mi mochila allí mismo, puesto que el
albergue público, situado en el número 55 de la misma calle, no abría sus
puertas hasta las dos de la tarde... regresé sobre mis pasos calle abajo.
Experimentando una estrechez desazonadora. Ya que existen los lugares que aunque
no se pisen por mucho tiempo, cuando se pisan es como si nunca hubieran dejado
de pisarse.